Jaime Martínez Sena

Madrid visto por Jaime Martínez Sena

Madrid visto por Jaime Martínez Sena

firmado por jaime martínez sena – columnista de arte & cultura

Mi primer recuerdo de Madrid es con un campo de girasoles. Con unos de esos campos que recorren la meseta castellana en su distancia entre el fino aroma a azahar que desprenden esas huertas de Valencia entre las que nací, allá por 1985, y el serpenteante trazado, entre plazas y jardines, que conforma el perfil de la Villa y Corte.

Mi primer recuerdo de Madrid es así con la idea, etérea, informe, de Madrid; ciudad sobre de la que por entonces, sin tener más de cinco años, nada, ni ninguna imagen ni referencia, guardaba, y que desde entonces siempre ha quedado ligada en mi memoria a ese primer viaje por tierras manchegas que realizaba en dirección a la capital de España.

Viaje que practicaba un alguien que, pasados ya los años, sigue teniendo sobre sí mismo una idea igual de vaga y ambigua que la que profesaba entonces hacia la capital; y es que después de años tratando de construir la identidad de un “yo” que pudiera mantenerse firme y ajeno a la vacilación de los tiempos, poco podría contar de mí más allá de que paso la mayor parte de mis horas escribiendo y tratando de hilvanar palabras. Unas veces por trabajo, como colaborador para distintos medios impresos y digitales especializados en moda, cultura y estilo de vida, y otras más por necesidad. La misma que en mitad de la noche es capaz de empujarme fuera de la cama en un último intento por expresar, a través de la palabra escrita, una inquietud o sensación o sentimiento atravesado en el pecho como un cuchillo.

Nada recuerdo más allá de esa bucólica imagen del que debió de ser mi primer viaje a la ciudad. Como tampoco podría asegurar si es que finalmente llegamos hasta nuestro destino, o solo fue un intento de escapada de fin de semana en familia que, como tantas otras cosas, no llegó a ningún sitio.

recuerdos del madrid más castizo

Lo que sí recuerdo es que después llegarían los caramelitos de violetas que recibía como obsequio al regreso de todo aquel que pasaba por la capital, y que, como oscuras y dulces luciérnagas, se encargaron de empezar a alumbrar la figura de la ciudad en los periódicos paseos que realizaban desde la Plaza de Canalejas hasta mis labios, empezando a despertar en mí el sabor del Madrid más castizo.

Después llegarían esos viajes que ya recuerdo con lujo de detalles, y durante los que, como buen turista, recorrí los rincones más frecuentados de la Villa, desde el Museo del Prado al Palacio Real, pasando por la Plaza Mayor, el parque del Retiro o la Puerta del Sol. Unos primeros viajes que fueron alimentando ese sueño de poder verme un día rodeado y viviendo abrazado a ese arte y a esa cultura que destilan las paredes de los museos de la Villa, y a las letras grabadas en el aire desde por Cervantes y Lope de Vega a Bécquer. Un sueño que quedaría en eso, en un sueño, construido solamente en parte por los fugaces momentos en los que alcancé a pasar noche y día en la ciudad, y eso sí a los lazos que ahora ya mantengo con esa escena cultural que, arraigada cierto es que en gran parte en Madrid, se escapa y se expande más allá de los lindes de la capital.

una historia de intimidad y distancia

Mi historia desde entonces y hasta hoy con Madrid es una historia de intimidad y de distancia.

De la distancia por no llegar a alcanzar a fijar, por unas razones y otras, una residencia más constante en la ciudad, pero sobre todo de la distancia que se terminaba agrandando entre todos esos amigos, compañeros por entonces de una vida entera, que alcanzaban a asentarse y a construir una nueva vida a las orillas del Manzanares. De la intimidad de saber que es aquí donde algunos de ellos siguen, y del saber que, a pesar de esa distancia que el tiempo nos ha dado, siguen aquí a buen resguardo bajo la protección de Cibeles. De la intimidad de haber sido aquí donde viví uno de los amores más intensos y fugaces y que más me han marcado de todos cuantos he vivido. De haber sido aquí donde guardo a muy buenos y a cada vez más nuevos amigos. De haber sido aquí donde, después de más de un y distinto rechazo, logré empezar a dar forma a ese sueño inconfesable que resultaba poder comenzar a dedicarme a escribir, haciéndolo precisamente además sobre esos mismos temas, ligados al arte, al diseño y a la cultura, que, como un enmudecido latido, siempre me habían mantenido atado, aún en esa distancia, a la ciudad. Y es que nada de mí ni de quien soy podría entenderse sin la huella indeleble marcada en mí por Madrid.

En un momento especialmente complicado —y si es que hay alguno que no lo sea por uno u otro motivo— se me terminó por mostrar la ciudad como un refugio al que poder escapar de manera recurrente, gracias precisamente a esa puerta que se me abría desde lo que algunos consideraron a apuntar como unas meras prácticas sin mayor interés, pero que a mí me daban el aire necesario para seguir respirando. Unas prácticas para la revista independiente VEIN Magazine, con la que tengo la suerte aún a día de hoy de poder seguir colaborando, y que fueron así el germen de lo que es hoy una trayectoria que todavía no alcanzaría a valorar más allá del calificativo de “promesa”. Prácticas que sirvieron para que estrechara esa relación de intimidad con la ciudad, abriendo un nuevo tiempo de constantes visitas a la Villa que ha continuado así de constante e inalterado desde aquel mismo entonces.

Como dos inseparables amantes que hayan acordado el reunirse de manera persistente, para nunca tener que afrontar así el desamor que brota de una llama extinta, ha sido en estos ininterrumpidos viajes a lo largo de los cuales he logrado guardar experiencias como la de descubrir al Real Jardín Botánico como telón de fondo de la que resultó mi primera entrevista hecha de viva voz para una revista, la de recorrer desde los salones del Círculo de Bellas Artes hasta los del Ateneo o los del Real Casino con motivo de toda clase distinta de conferencias y presentaciones, o la de descubrir la ciudad a través de los libros durante celebraciones como su Feria del Libro, o curioseando entre los volúmenes agolpados en los puestos de las librerías de la Cuesta de Moyano. Una parada que resulta obligada a cada paso por la Villa.

El MADRID pausado

Mi relación con la ciudad nunca ha resultado así la de buscar frecuentar sus salas de fiesta ni sus bares y restaurantes de moda. Ha sido más bien una relación reposada, desde la que querer salir a escudriñar entre los intrincados hilos que dan forma a este tapiz en el que realidad y ficción se entrecruzan, formando la identidad de una ciudad que es hoy reflejo de todos los Madrid que fueron y ya no son, de los que pudieron ser y nunca han sido, en lo que hace florecer a cada paso que uno da sobre su trazado toda esa historia calada que se atesora en las hendiduras de sus sillares, en las marcas de sus dinteles y de sus columnas.

Una historia que nos asalta para terminar de componer una única melodía con la propia que nosotros mismos profesamos y guardamos hacia con la ciudad. Porque Madrid es Madrid, es su presente, es aglomeración, es ruido; pero Madrid es también hoy su pasado, y es soledad, y es silencio; y es ese Madrid pausado el que disfruto descubriendo bajo el frenético ritmo de la ciudad.

En esa búsqueda de ese Madrid íntimo y callado, y como reflejo de ese lugar atemporal en el que se encuentra anclado la Villa, y de la huella que, como en tantos otros, ha dejado marcada en mí, me asombro al descubrir cómo a cada nuevo paso que doy sobre la ciudad me inundan viejos y nuevos sentimientos al pasar frente a las puertas de ese pequeño restaurante, ya desaparecido, de la calle Zurbano en el que tan amenos momentos pasé junto a un íntimo amigo. El de la dicha provocada por aquel reencuentro con una vieja amiga sobre la barra de El Brillante de Atocha devorando uno de sus tradicionales bocadillos de calamares. El del desaliento que me sigue oprimiendo al acercarme a ese punto a mitad de la calle Fuencarral, para siempre marcado por una relación de cariño y afecto que nunca llegó a darse. El de la alegría desbordada de las amenas charlas compartidas junto a amigos desde los distintos bares que rodean la plaza de Santa Ana, bajo la atenta mirada de los monumentos dedicados en este corazón, siempre palpitante, del Barrio de la Letras a Calderón y a García Lorca — precisamente dos de mis autores de cabecera—. El del placer de rebuscar entre los libros que nos asaltan a cada paso de manera inesperada desde librerías y museos. El de la curiosidad por seguir el zumbido de todo el gentío que revolotea haciéndose selfies desde dentro de ese etéreo invernadero que es el Palacio de Cristal. El de la soledad y el silencio de descubrir la ciudad desde la siempre callada azotea del edificio Nouvel del Reina Sofía.

Y es que Madrid es su historia, sí, pero también es la nuestra. También es la mía, en lo que la lleva a ser hoy testigo, al igual que de sus propias memorias, de lo que he vivido y de lo que no he vivido. De los amigos que se han marchado, y de los que han venido. De amores que nunca fueron. De lo reído y lo llorado; de lo ganado y lo perdido.

Desde todo lo expresado en estas líneas, no encuentro mejores palabras para defender el valor de la ciudad como una ciudad, que no solamente sirve de plataforma para estimular el auge y la llegada de eso que entendemos como nuevas modas, para desde el ámbito de la indumentaria al de las letras; sino que es capaz de superar las connotaciones más manidas del término, para destacarse sobre el mejor de sus significados. Aquel que no habla de frivolidades ni de lo gratuito, sino de la herencia y de la tradición que son capaces de evolucionar, de transmutarse o de hasta incluso romper llegado el punto con todo lo preestablecido, para dar paso a lo nuevo y a lo inesperado.

A unas modas venidas de lo vivido, conscientes de su momento y adelanto de lo que esté por venir; que sea lo que sea, seguro que estará y pasará por Madrid. Mi primer recuerdo de Madrid es con un campo de girasoles; y como ese campo, Madrid siempre reverdece, para seguir siendo Madrid.